El Gobierno catalán ha encargado a una comisión de expertos la elaboración de un informe sobre las medidas necesarias para reformar la Administración Pública autonómica con el fin de que sea más “eficaz, eficiente, transparente y que rinda más cuentas” (ver noticia).
Entre las propuestas figura la de restringir la utilización de la figura del funcionario a puestos que conlleven ejercicio de autoridad, quedando el resto para los laborales. El documento dice que,
“Los puestos de trabajo de plantilla se deben reservar, en general, a tareas cualificadas de valor añadido y a aquellas funciones necesarias para contratar, supervisar y gestionar servicios públicos a través del mercado. Los trabajos de puro trámite o apoyo logístico y las de estricta ejecución deben tender a externalizarse”.
Y ya han surgido las primeras voces por parte de los sindicatos, oponiéndose a semejante barbaridad por el peligro de politización que conlleva. Además, la modernización de la Administración y de sus resultados no es una cuestión que pase necesariamente por sustituir funcionarios por laborales sin más, ni por externalizar la prestación de servicios (lo que me lleva a preguntarme por qué se desconfía tanto de la capacidad de los empleados públicos y de los funcionarios en particular) sino de racionalizar plantillas, entre otras medidas. La pregunta que surge es precisamente qué se pretende con esas sustitución. Estoy de acuerdo en que hay que reducir plantillas, pero insisto en que eso no es lo mismo que cambiar un tipo de relación profesional (funcionarios) por otra laboral.
El informe pretende olvidar no sólo la previsión del artículo 103.3 de la Constitución, la Jurisprudencia constitucional y la normativa funcionarial, que parecen dejar bien clara la regla general de cobertura de los puestos de la Administración mediante funcionarios, siendo excepción la utilización de personal laboral, sino que olvida también, sobre todo, el origen y fundamento de dicha regla: garantizar la imparcialidad de funcionarios frente a los poderes públicos y asegurar un buen servicio al ciudadano.
La Ley 30/1984, de Medidas para la reforma de la Función Pública, establece en su artículo 15.1.c) (redacción dada por la Ley 23/1988) el carácter general de la asunción por funcionarios de los puestos de trabajo en la Administración, disponiendo a continuación un listado con puestos que podrían desempeñarse por laborales, que si bien no es normativa básica y se refería a ciertas administraciones deja entrever por dónde van los tiros.
Más claro lo dejó el Tribunal Constitucional, como digo, pues en sus Sentencias 99/1987 (F.J. 3º) y 37/2002 (F.J. 5º) dispone:
«habiendo optado la Constitución por un régimen estatutario, con carácter general, para los servidores públicos habrá de ser la Ley la que determine en qué casos y con qué condiciones puedan reconocerse otras posibles vías de acceso al servicio de la Administración pública»
De lo cual se infiere claramente la regla general a favor de los funcionarios, siendo la excepción la contratación de laborales.
Por su parte, el artículo 9.2 de la Ley 7/2007, (Estatuto Básico del Empleado Público -EBEP-) establece que,
«En todo caso, el ejercicio de las funciones que impliquen la participación directa o indirecta en el ejercicio de las potestades públicas o en la salvaguardia de los intereses generales del Estado y de las Administraciones Públicas corresponden exclusivamente a los funcionarios públicos, en los términos que en la ley de desarrollo de cada Administración Pública se establezca»
En este sentido, lo que podría dar lugar a algún equívoco es precisamente esa reserva en exclusiva de determinadas funciones al personal funcionario (las que implican ejercicio de potestades administrativas: policía, hacienda, Intervención, tesorería, secretaría…) y que la Comisión catalana ha querido aprovechar. Si hay unas funciones reservadas a funcionarios, entonces, el resto de puestos podrán ser cubiertos por personal laboral. Realmente parte de la doctrina considera esta posibilidad puesto que la ley no parece decantarse de manera tajante a favor de la preferencia del régimen funcionarial. No obstante, esa reserva supone un «núcleo duro» de puestos que en ningún caso pueden ser asumidos por laborales, pero ello no obsta que la regla siga siendo a favor del personal funcionario.
Es más, el EBEP se decanta de manera clara por el régimen funcionarial frente al laboral, recordando en su Exposición de Motivos el abuso producido por las Administraciones Públicas en la contratación laboral, legalmente mucho más flexible, por otro lado.
Dicha Exposición considera que,
«por imperativo constitucional no puede ser éste el régimen general del empleo público en nuestro país, ni existen razones que justifiquen hoy una extensión relevante de la contratación laboral en el sector público».
Pero el meritado artículo 9.2 EBEP nos habla de funciones que impliquen directa o indirectamente ese ejercicio de potestades públicas, con lo que deja la puerta abierta a una amplia gama de funciones y tareas que de una u otra forma entren dentro de ese ámbito reservado a funcionarios. Serían, en cualquier caso, y como dice el precepto, las leyes de las distintas Administraciones Públicas las que desarrollen esas funciones, con lo cual parece darse un amplio margen de discrecionalidad dentro del núcleo reservado.
Por su parte, la mencionada STC 37/2002 recuerda en su F.J. 6º lo dicho por la STC 99/1987 cuando afirma sin lugar a dudas que lo establecido en el artículo 103.3 CE «es una opción netamente favorable al modelo funcionarial, de forma que, en consecuencia, la mayoría del personal al servicio de la Administración debe estar vinculado a ella por una relación funcionarial, y las funciones que puedan ser desarrolladas con vinculación laboral han de ser de menor transcendencia que las que la Ley enumera».
El problema, en cualquier caso, se reduciría a dos cuestiones:
1.- Determinar qué funciones concretas son las reservadas a funcionarios.
2.- Conocer si la opción por la preferencia de los laborales no perjudica la imparcialidad de la Administración y simplemente es una forma de control por los políticos del personal.
En cuanto a la primera cuestión debería ser una ley la que estableciera cuáles son dichas funciones dentro de las previsiones básicas del EBEP (art. 9.2) pero como también ha indicado el Tribunal Constitucional, el legislador no puede entrar a regular con detalle los puestos que deben ser ocupados por funcionarios.
Surge así la duda sobre gran cantidad de puestos que llevarían implícitas ciertas responsabilidades o que manejan, por ejemplo, datos personales, resuelven o informan sobre expedientes, etc.
Respecto a la segunda cuestión, es tal vez la más problemática; la que plantea más dudas sobre la legitimidad de las intenciones del Gobierno catalán (es cierto que al escribir esto nos encontramos ante un informe de expertos, pero en ciertos temas siempre existen dudas por los efectos negativos que pueden producir).
Los funcionarios aseguran un funcionamiento lo más honesto posible de la Administración y en general no se dejan llevar por las corrientes políticas de cada momento, permanecen más allá de los vaivenes y cambios de color de las Administraciones en que trabajan, y tienen una cierta seguridad en el empleo que más allá de un privilegio es el núcleo en que se asienta el funcionamiento de una Administración imparcial, eficaz y eficiente.
Son, precisamente, los cargos electos los que entran en muchas ocasiones a desconfigurar estas garantías, a «meter» a los allegados y tratar de imponer acciones poco acordes con lo que marca la verdadera buena administración y en ocasiones la propia ley.
El peligro, por tanto, desde mi punto de vista, es que se pretenda disfrazar con la pátina de una mayor eficacia y eficiencia la posibilidad de reclutar laborales, con mayores posibilidades de selección y despido, para que los políticos sigan haciendo lo que mejor saben, y que no es precisamente velar por el bien general. Todo ello sin menospreciar el trabajo que como personas pueden desempeñar los laborales, simplemente diferenciados por el régimen de su relación con la Administración.
Sin pasar por alto las buenas intenciones del informe, como que se reduzca el tamaño de la administración catalana, que se cambien los procesos selectivos para valorar más capacidades que las meramente memorísticas (otro tema digno de ser tratado) o las dudas que puede plantear la determinación de un núcleo reservado al personal funcionario, no creo que el profundo cambio que propugna consiga realmente mejorar su eficacia, eficiencia y transparencia. Eso no se logra cambiando un tipo de personal por otro sino mejorando la gestión de recursos humanos, dejando más libertad al personal para que haga su trabajo, contar con él y aprovechar, entre otras muchas medidas dentro de la denominada función de RRHH, el conocimiento y el valor que ya existe dentro de la Administración. Y sobre todo, lo que no debería olvidarse, es que los funcionarios y el resto de empleados públicos trabajan para el ciudadano dentro de la Administración, y no para los políticos de turno.