Uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta nuestra Administración en el día a día es la cantidad de procesos, tareas y pasos que se dan para obtener resultados. Estos constituyen parte del grave problema de ineficiencia y sobrecoste que sufre. Se trata de partes de los procesos si no totalmente inútiles, sí al menos innecesarios o al menos mejorables.
No solo tenemos normas particulares de procedimiento que en ocasiones están anticuadas sino que en otros muchos casos somos los propios empleados públicos quienes arrastramos formas de trabajar más propias de hace décadas que de la era de las TIC y la calidad. Todavía veo en mi Administración personal aficionado a la máquina de escribir y al que resulta muy difícil acostumbrarse a ciertos “avances”.
Be water, my friend; o cómo saber adaptarse
Se trata, en cierto modo, de una cuestión de mentalidad, de cambiar el “chip” hacia modos más flexibles de hacer las cosas (“Be water, my friend”). Esa conocida resistencia al cambio es lo que limita que la Administración Pública avance más rápido. Por eso se hace necesario actuar en varios frentes.
Por una parte, mejorar la normativa para permitir que los procedimientos sean más ágiles. En esto ha ayudado la reciente Ley 39/2015, del procedimiento administrativo común, como norma de carácter general, pero aún queda mucho camino en relación a la modernización de otras normas más concretas que aún prevén trámites que quizás hace años fueran necesarios pero que ahora no tienen mucho sentido.
No hay más que echar un vistazo al trabajo que desarrollamos para ver algunos ejemplos y comprender que se podrían hacer mejor las cosas. Muchos de esos trámites son, obviamente, exigencia de la garantía de los ciudadanos, pero otros se han mantenido como un eco del pasado o simplemente no se han revisado y no hacen más que retrasar la resolución de los procedimientos.
En otros casos somos los propios empleados públicos quienes complicamos los procedimientos, bien por esas rémoras del pasado, por una forma de actuar propia que no avanza con su tiempo o por un miedo desproporcionado a la responsabilidad. Somos, a veces, muy cuadriculados y eso es algo que está en nuestro ADN “funcionarial” y debemos aprender a cambiar pues el cambio es la regla de oro en la Administración que estamos viviendo actualmente. Ese cambio debe ser, precisamente, hacia modelos más fluidos y eficientes, como decía.
Simplificar también es innovar
Simplificar también es innovar en cierto modo. Sabemos que este término es más “disruptivo”, más rompedor con lo que se tenía o lo que se hacía antes. Es como pasar del teléfono con hilos al teléfono inteligente. Pero he puesto ese título a esta entrada para hacer ver que cualquier cambio hacia mejor, por pequeño que sea, también puede suponer una innovación en las formas de actuar a más largo plazo; puede ser esa chispa que nos enseñe a ser más eficientes e innovadores en el futuro.
No es imprescindible inventar técnicas o modos de actuar rompedores. Simplificar significa eliminar lo superfluo, lo innecesario, lo que no aporta valor al procedimiento y a los resultados del actuar público. Si nos centramos en lo importante dentro del respeto a los derechos de los ciudadanos, que es principio de actuación insoslayable, iremos por la senda de la verdadera eficiencia y la calidad, una senda que nos enseñe a ir cambiando métodos de trabajo, procesos y formas de realizar nuestras tareas… Esto ya supondrá una verdadera innovación con respecto a la tónica general.