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Estudios y comentarios sobre la gestión de recursos humanos o de personas, concepto esencial en la mejora de la Administración Pública

Saliendo de la zona de confort administrativa

    La Administración donde presto servicio viene usando desde hace unos 20 años la misma aplicación informática para diversos departamentos. Ahora, por causas que no vienen al caso se plantea la oportunidad/necesidad de adquirir una nueva plataforma más moderna, mejor interconectada, más sencilla y amigable.

La cuestión ‘humana’ que se suele plantear en estos casos, al margen del precio y del normal miedo a no perder datos en la migración (tema recurrente como uno de los principales temores cuando se trata de cambiar de aplicaciones tan importantes) son las reticencias que muestran algunos empleados por tener que aprender a utilizar un nuevo programa informático después de tantos años conviviendo con el mismo.

    Tanto en nuestro ámbito privado como en el laboral nos hemos acostumbrado a un modo de vida determinado y con unos límites precisos, a un entorno al que se suele denominar «zona de confort» en la que nos encontramos más o menos cómodos, del que nos cuesta salir, mostrando mucha resistencia a cualquier cambio, sobre todo si se trata de aquellos que pueden suponer alteraciones sustanciales de ese modus vivendi.
    En la Administración o en la empresa privada las cosas funcionan de modo similar, pues al fin y al cabo nos hemos marcado también una zona de confort determinada. Tenemos unas rutinas de trabajo, realizamos unos procesos, utilizamos unos medios materiales, tecnológicos, etc. con los que terminamos por sentirnos cómodos, y ello a pesar de que en ocasiones no son eficientes y nos hacen trabajar más de lo necesario. La rutina pesa más que el cambio.

Si la Administración quiere mantener el ritmo que la sociedad marca, ofrecer los mejores servicios a los ciudadanos y ser más eficiente, se hace imprescindible que esté al día en materia tecnológica, entre otras, y que los empleados públicos mantengan también al día su formación. Esta es -por otro lado- una exigencia que viene también establecida en el EBEP como una de las prioridades que han de seguirse para una óptima gestión del personal al servicio de aquella en el logro de la calidad administrativa.

Es normal tener cierto recelo al cambio, a lo nuevo, pues somos animales de costumbres, pero es necesario habituarse a los rápidos avances que se producen en las organizaciones, pues además suelen hacer más fácil nuestro trabajo. Resulta imprescindible crear y mantener una cultura administrativa receptiva a la transformación, a la mejora constante y a la innovación.
Por tanto, hemos de familiarizarnos con los cambios, actualizar nuestra forma de trabajar, a la mejora continua en los procesos que utilizamos, de igual modo que nos acostumbramos a las novedades legislativas, por ejemplo. Solo así conseguiremos avanzar.

¡Salgamos de nuestra zona de confort si queremos dar el mejor servicio al ciudadano!

Implantemos el control de calidad también en la Administración

Sello de control de calidad

 Los sistemas de control de calidad de las empresas llevan aplicándose desde hace décadas como una fase más dentro de sus procesos productivos. Se crearon con el objetivo directo de mejorar, obviamente, la calidad de los productos y servicios ofrecidos. Indirectamente, y esto es lo más importante, sirven para conseguir la completa satisfacción del cliente, amén de tener beneficios. 

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Centrémonos en la eficiencia para lograr la verdadera eficacia administrativa

 Como sabemos, la eficacia se configura como principio rector de actuación de la Administración Pública en el artículo 103.1 de nuestra Carta Magna. Supone una parte del núcleo esencial de responsabilidad que tiene encomendada la Administración en
el cumplimiento sus fines, sin la cual pierde la esencia que emana de los fundamentos de la propia existencia del Estado de Derecho, pues como ha mencionado PAREJO ALFONSO, el principio de eficacia “no es otra cosa que la productividad, el
rendimiento de la organización en la realización de sus fines”.    

Lo que hace la
Constitución al establecer en el citado artículo que la Administración sirve
 con objetividad a los intereses generales bajo el principio de eficacia (entre
otros) es imponer una obligación de resultado, esto es, de garantía de derechos
y prestación de bienes y servicios, al mismo tiempo que deja al legislador
y a la Administración la responsabilidad en la forma de llevar a cabo dichas
obligaciones.      No podemos hablar de la eficacia de la
Administración, y por ende de la del empleado público, sin hacer mención a otro elemento esencial en la configuración de una Administración y un empleo público que se dirigen hacia la calidad total: la eficiencia, concepto que hoy más que nunca adopta un papel relevante y tal vez no suficientemente reconocido por el legislador ni por la
Administración. Esto ha sido motivado, fundamentalmente, por la idea que ha permanecido durante décadas de conseguir resultados a toda costa para dar cumplimiento a las exigencias del Estado del Bienestar, cuando
quizás de lo que tendríamos que preocuparnos más es de lograr mayor
eficiencia.     La eficiencia, que para unos es principio jurídico y para otros, como yo, es más bien criterio de actuación subordinado a la eficacia, se define genéricamente como ahorro
de recursos, costes, e incluso de trámites, cuestión en la que incide el EBEP como basamento de la actuación del empleado público para conseguir los fines de la Administración.     Esta debe dejar de centrase solo en la eficacia (sin perder de vista su importancia teleológica a nivel constitucional) y tener más en cuenta ese otro aspecto de tal principio si quiere, de veras, conseguir la calidad total de la que tanto se habla actualmente. No basta con conseguir los resultados que se esperan de la Administración, además de satisfacer las expectativas del ciudadano; ahora se exige más que nunca que aquella y los empleados públicos tengan en cuenta la eficiencia en su actuación, que se ahorre, que se mejoren procesos, que se optimicen, en suma, las formas de actuación de nuestras organizaciones para permitir hacer un mejor uso de los recursos públicos.      Todo ello, por supuesto, debe venir acompañado de los oportunos controles y evaluación de resultados organizacionales y del desempeño del empleado, pues una cosa es cierta, no se puede alcanzar la verdadera eficacia (eficaz y eficiente) sin comprobar lo que se hace. Si no medimos la actuación administrativa, cómo se ejecutan sus procesos, si no controlamos si logran los resultados esperados por el ciudadano… si no buscamos esa mejora continua que nos permite evitar duplicidades, trámites y gastos innecesarios[1] no llegaremos a alcanzar las expectativas del EBEP ni del resto del ordenamiento en los objetivos de la Administración moderna que todos queremos y fracasaremos nuevamente en el actual intento transformador de nuestras organizaciones públicas.
[1] El TC, en su Sentencia 204/1992 de 26 noviembre dejó claro que la actuación administrativa debe regirse
claramente por la eficiencia, evitando duplicidades y trámites innecesarios (FJ 5º): “sería muy probablemente innecesario y, sin
duda, gravoso y dilatorio que en un mismo procedimiento debiera recabarse
sucesivamente dictamen de un órgano superior consultivo autonómico de
características parecidas al Consejo de Estado y del propio Consejo de Estado,
con desprecio de los principios de eficacia administrativa (art. 103.1 CE) y
eficiencia y economía del gasto público (art. 31.2 CE)”.